Durante siglos, las galletas crujientes con forma de tronco conocidas como biscotti no fueron solo un postre: fueron una fuente de alimento vital para los marineros, impulsando flotas navales y expediciones en todo el mundo. Aunque ahora se disfrutan con vino o café, estos pasteles “dos veces horneados” se originaron como un alimento básico duradero para la vida marítima.
Los orígenes en la antigua Roma
La palabra “biscotto” significa “horneado dos veces” en italiano, en referencia al proceso que crea su dureza característica. Esta práctica se remonta a la antigua Roma, donde los hornos públicos del gobierno producían panis nauticus (“pan del marinero”), un pan duro elaborado con harina, agua y sal diseñado para una máxima vida útil. El escritor romano Plinio el Viejo documentó esto en su Historia Natural, señalando su uso en largos viajes por mar.
Los panaderos horneaban el pan una vez y luego otra vez a bajas temperaturas para eliminar la humedad, evitando el moho y las plagas. Puertos como Ostia tenían panaderías especializadas que abastecían a las flotas navales, e incluso existían molinos de agua a escala industrial en asentamientos romanos como Barbegal para producir en masa esta ración esencial. Esto era importante porque la capacidad de realizar largos viajes por mar era fundamental para el dominio comercial y militar de Roma.
Biscotti como combustible marítimo en la Edad Media
Durante la Edad Media, el panis nauticus evolucionó hasta convertirse en panis biscoctus, convirtiéndose en un recurso fundamental para las potencias marítimas en expansión. La República de Venecia, por ejemplo, operaba panaderías de biscotti a gran escala para abastecer a su flota que controlaba las rutas comerciales del Mediterráneo. Giovanni Boccaccio incluso hizo referencia a los biscotti en su Decameron en 1353.
Los marineros venecianos recibían una ración diaria de un biscotto y sopa. Sin embargo, estos biscotti medievales eran salados, no dulces, y parecían galletas de agua crujientes. Los “barrios de biscotti” de Venecia se construyeron estratégicamente cerca del Arsenal, el astillero de la marina, para garantizar que los barcos estuvieran abastecidos antes de zarpar. La presencia de estas panaderías está documentada en los primeros mapas de la ciudad de finales del siglo XV y XVI.
Otras repúblicas marítimas, como Toscana y Aragón, también dependían en gran medida de los biscotti. Cristóbal Colón llevó 1.000 toneladas de biscotti en sus expediciones, lo que demuestra su importancia para impulsar viajes largos. Los relatos históricos indican que los biscotti proporcionaban aproximadamente el 75% de la ingesta calórica de las tripulaciones, complementando el queso, la carne curada y la sopa.
La evolución hacia la dulzura en el Renacimiento
En el siglo XVI, los biscotti comenzaron a pasar de ser un alimento puramente funcional a una delicia refinada. A medida que el azúcar estuvo más disponible a través del comercio con las Américas, los panaderos comenzaron a incorporarlo en sus recetas, junto con almendras y otros saborizantes. Bartolomeo Scappi, chef de los papas, incluyó una receta de biscotti con azúcar en su libro de cocina de 1570.
El nombre toscano cantucci apareció en documentación escrita en 1691, con el azúcar como ingrediente clave. Antonio Mattei mejoró aún más la receta en el siglo XIX, añadiendo hojuelas de almendras y anís, ganando premios en la Exposición Universal de París de 1867.
Del alimento básico de la flota al postre global
Los biscotti de almendras de Mattei ganaron popularidad internacional en el siglo XX. Sin embargo, con la llegada del enlatado y la refrigeración, las flotas navales finalmente dejaron de depender de los biscotti como principal fuente de alimento. A pesar de esto, durante siglos, los biscotti fueron la solución perfecta para mantener alimentadas a las tripulaciones durante los viajes largos, por lo que las flotas continuaron usándolo hasta que estuvieron disponibles soluciones más modernas.
Hoy en día, los biscotti que disfrutamos están muy lejos de su predecesor salado y duro como una roca. Pero su historia nos recuerda que incluso los placeres más simples tienen orígenes sorprendentes en la necesidad y el ingenio.























